La mujer colombiana constituye el 52% de la población total, 46% de ellas se ubica en zonas rurales y 19,8% son jefes de hogar (DANE, 2013). Las mujeres que habitan en el campo sufren una triple discriminación: por ser mujeres en una sociedad marcada por el machismo, por vivir en peores condiciones en relación con los habitantes urbanos y porque el conflicto se ensaña de manera aguda con ellas (Lautaro y Bernal, 2013).
La mujer rural desempeña un papel fundamental en el campo, tanto en calidad de productora de alimentos, como generadora de ingresos y eje principal de la unidad familiar (Zuluaga, 2018). A pesar de lo anterior y su aporte a factores tan esenciales como son la seguridad alimentaria, gestión eficiente de los recursos, cuidado de los miembros de su familia, entre otros, existe una inequidad en cuanto a su participación en la ejecución y administración de las tareas propias del sistema productivo agrícola. Según Zuluaga (2018) “[…] las mujeres tienen una menor productividad agrícola cuando se les compara con los hombres […]” y muchos de los estudios realizados, asocian estas diferencias en productividades y desigualdades en el acceso a servicios, mercados, activos e insumos productivos (Udry, 1996; Tiruneh et al., 2001; Horrell y Krishnan, 2007; Goldstein y Udry, 2008; Barenberg, Gĩthĩnji y Konstantinidis, 2014).
Si se tiene en cuenta lo mencionado por Goldstein, Croppensted y Rosas (2013), “[…] las mujeres no son peores agricultoras que los hombres, la evidencia sugiere que ellas asignan los recursos con la misma eficiencia; sin embargo, a menudo enfrentan limitaciones que no les permiten tener rendimientos iguales a los de los hombres”.
Las limitaciones u obstáculos a los que se enfrentan las mujeres del campo que de su productividad, la capacidad para mejorar sus condiciones de vida y las de los suyos y ese aprovisionamiento en cuanto a seguridad alimentaria, se refieren en la mayoría de las ocasiones a factores como: falta de capacitación en las competencias necesarias de productividad y comercialización de sus productos; acceso a nuevas tecnologías que mejorarían notablemente su productividad; decisiones y liderazgo que aportarían a la formulación de planes y proyectos de desarrollo para el campo, acceso a recursos para concebir su sistema productivo como productoras independientes, buscando siempre la asociatividad, que es un elemento clave para el desarrollo rural; entre otros.
Es importante tener en cuenta que, aunque las políticas públicas de desarrollo agrícola en Colombia, con base en la Ley 731 de 14 de enero de 2002, proponen mejorar la calidad de vida de la mujer rural, deben considerar esos obstáculos a los que se enfrentan día a día las mujeres rurales, para proponer desde la base de los mismos programas, mecanismos que apunten no solo a la igualdad de género, sino que les permitan acceder a esos elementos y romper los paradigmas de este sector económico, cada vez más globalizado.