La inteligencia artificial (IA), como toda herramienta revolucionaria incipiente, depende del usuario y del propósito para encontrar valor técnico, social o laboral. Si un estudiante utiliza el chat GPT para realizar tareas sin aprender durante el proceso, se perjudica a sí mismo y afecta el sistema educativo y, en el caso de un universitario, la profesión. La presentación de exámenes y proyectos sin nutrir el intelecto del estudiante sería perjudicial.

El uso de la IA, como el de armas o dinero, es bueno o malo según el usuario y el propósito. La “muleta mental” que representa el chat GPT es discutible, al igual que la decisión personal de su empleo. Al igual que con el surgimiento del internet, la IA podría utilizarse de manera perjudicial, y su precisión y atractivo crecientes plantean un compromiso social mayor. Se destaca la necesidad de regulación antes de avanzar en su desarrollo. Las aplicaciones válidas de la IA son aquellas que sustituyen tareas repetitivas, estresantes o peligrosas, o que apoyan la creatividad y la innovación humana. La idea es que la IA potencie al ser humano en desafíos intelectuales o artísticos, no que las generaciones futuras pierdan habilidades intelectuales debido a la falta de práctica. Se aboga por evitar que las invenciones se atribuyan a máquinas en lugar de personas.

 Es claro que hay aplicaciones de IA beneficiosas, como asistentes personales virtuales que facilitan la vida cotidiana sin convertirse en una muleta intelectual. Estas tecnologías no ralentizan nuestro análisis ni nos privan de procesos cognitivos esenciales, sino que nos liberan de trabajos rutinarios y amplían nuestros límites de procesamiento de información. Se ejemplifica su utilidad en la comercialización y en campos como la educación, salud, logística, transporte, predicciones climáticas y agronomía. Aunque la IA es una herramienta en constante desarrollo, su existencia es innegable. La clave radica en entender su uso y decidir si la aplicaremos para nuestro crecimiento y desarrollo intelectual o para frenarlo. La célebre frase de Séneca, “A fuerza de no querer, terminamos por no poder”, resuena en la importancia de ejercitar nuestras capacidades mentales y no permitir que la tecnología anule nuestra capacidad de pensamiento y análisis.