En estos días de agitación, en donde todo gira alrededor de la protesta y la lucha, una breve reflexión. Las protestas populares son justas, pero nos introducen a todos en una situación en la que la vida del espíritu no tiene lugar. En un mundo en el que sólo importa el tener, a cualquier precio; en el que se busca el engrandecimiento del propio nombre, el prestigio, la fama; en el que el ejercicio del poder se convierte en el dios de las vidas de los hombres, no queda ningún lugar para la manifestación de lo sagrado. Se podría objetar que existen la religión y sus fieles, las iglesias. El problema es que la religión organizada se estanca en dogmas y creencias, en rituales y ceremonias, en planes programáticos de conversión y captación de adeptos a la fe. Es todo un aparataje ideológico que ahoga el susurro del alma, del despertar del ser.

¿Qué es lo sagrado? Empecemos por averiguar lo que no lo es. No son sagradas las imágenes ni los símbolos, meras creaciones de la mente humana, que es el centro del yo, del ego, maligno engendro de nuestra visión oscura y egocéntrica, que quiere imponerse a otros; por el mismo motivo, no es sagrada nuestra intención de querer ser santos, buenos: a eso con frecuencia lo anima la vanidad. No es sagrada nuestra oración cuando se convierte en una especie de “soborno” espiritual: yo te adoro si a cambio me das esto o aquello: como si se pudiera negociar con el ser supremo. No son sagrados los primeros asientos de la sinagoga, que ocupamos con orgullo, pagados de nuestra importancia personal; no son sagrados ni los rejos de las campanas ni los hábitos del cura…

¿Qué es, entonces, lo sagrado? Jiddu Krishnamurti, el pensador hindú, solía decir: “Lo que es, es lo sagrado”: Lo que es: es decir, la realidad, la creación, la vida. Sólo la vida es sagrada, y también lo es la muerte, que hace parte de ella. ¿Cómo se accede a lo sagrado, entonces? No hay métodos para atrapar lo sagrado: ni la meditación, ni el esforzarse por tener la mente en blanco, ni los ejercicios de respiración, ni la recitación de mantras u oraciones. Lo sagrado simplemente se manifiesta cuando observamos el mundo, y agradecemos con sencillez el elemental hecho de estar vivos. El júbilo que es la vida. El asombro que es sentir el agua en la boca, el sol en la piel. Cuando dejamos a un lado nuestras ideologías, nuestras creencias, cuando dejamos de juzgar, de condenar, y nos observamos a nosotros en relación con la realidad, entonces surge esa alegría interior. Nada más simple, y nada más grande que eso.

En estos días en que se ha derramado tanta sangre, y en que se siente tanto odio, no queda espacio para lo sagrado. Sólo existe la vieja premisa de que “el hombre es lobo para el hombre”. El mundo moderno está totalmente muerto, el alma de la humanidad está muerta. Nos odiamos, nos detestamos, nos matamos por la posesión de bienes materiales. De un bando o del otro, sólo se profieren palabras de odio, y disparos. Es imposible escuchar al alma, escuchar a nuestra propia voz interior. Los cabalistas decían que cada ser es un fragmento del Ein Sof, el Infinito, el Ser Supremo. El alma de cada hombre, entonces, es una parte de Dios. Somos espejos de Dios, que es infinito, en el mundo de la finitud. El Ser Supremo, que en su infinitud y perfección no carece de nada, quiere conocer a través de la fragmentación y la finitud, a través de la carencia y la limitación. Nosotros somos algo así como sensores del ser divino, que enviamos información al Ser Supremo. Pero lamentablemente, lo único que sabemos hacer bien, es matarnos entre nosotros. La mayoría de los hombres estamos echados a perder, y no cumplimos nuestro destino.

MIGUEL HORACIO AYALA