La verdadera educación se basa en conducir a los jóvenes hacia la dimensión ética de la existencia, la dimensión moral, de cómo nos comportamos con los otros y con el entorno. Educar no es sólo instruir e informar, sino ayudar a que los principios puedan regir la vida de las personas, de tal modo que nunca se vean envueltas en problemas que atenten contra el bienestar público, como la corrupción, el robo de los dineros del Estado, el anteponer los intereses particulares al bien común.

Lo anterior podría verse a lo largo de nuestra formación, que desde el hogar trata de darnos un contenido en valores y actitudes que nos forman la personalidad y el carácter. A partir de allí, se van sumando aprendizajes y experiencias que complementan nuestro ser, pero ese proceso no termina nunca, se sigue construyendo con el pasar de los años cuando ingresamos al sistema educativo que aporta conocimientos y habilidades para prepararnos hacia el mundo laboral.

Lo cierto es que para obrar correctamente se necesita una guía, pedagogía, que en nuestra cultura viene dada por las leyes y la enseñanza de nuestros padres y maestros, los verdaderos, los que llevan su profesión como un don de Dios. La Ley exige al hombre que, para ganar una posición en la sociedad, debe actuar con honradez y dignidad. ¡Y cómo hace falta eso en nuestra sociedad!; esta, en la que vivimos hoy, que necesita formar individuos con entereza moral, conocedores de que nuestras acciones tienen consecuencias para todos, de que debemos obrar bien y con justicia, practicar la piedad, a toda costa, en todas las circunstancias, sin anteponer intereses personales, movidos por pasiones tristes que ocasionan daño a otros.

La verdad es que la firmeza moral no se enseña como una cátedra, el fundamento de la vida no está solo en el saber sino en el ser, el que engrandece al hombre en todas sus actuaciones. El ser humano que carece de este fundamento con frecuencia cede a las tentaciones, y se entrega a la codicia, a considerar al dinero como lo más importante; o a buscar fama, prestigio, el engrandecimiento del propio nombre; o ambicionar el poder, el terrible deseo de someter a otros; o bien, se entrega a la búsqueda del placer a toda costa, degradando así su esencia y su espíritu.

¿Qué implica entonces la formación integral del ser humano? Como decía Mahatma Gandhi, “la verdadera educación consiste en obtener lo mejor de uno mismo”, y es que lo mejor de nosotros se ve en las obras que hacemos, en la labor que desempeñamos, en lo que enseñamos y en el ejemplo que damos a nuestros semejantes. Pero no estamos abogando aquí por una educación dogmática, sino que desde la libertad de cada individuo, de sus creencias, desde su conciencia, pueda tener la certeza de la realidad de la vida interior, algo que el materialismo de nuestro tiempo desdeña, en lo que ya no cree: por eso nuestra sociedad está sucumbiendo; la posibilidad de un desarrollo que involucre no solo el saber cómo ganar el pan de cada día o cómo desempeñarse en un oficio, sino el tener la posibilidad de un espacio y un tiempo para lo esencial: el verdadero desarrollo de nuestro ser y de nuestro espíritu; de esta forma seríamos hombres y mujeres de bien, con una formación integral que aporte a la sociedad.

SONIA ELENA GODOY HORTÚA